jueves, mayo 30, 2013

Preparando la maleta

A lo largo de los últimos cuatro años he aprendido que los viajes me emocionan. Gracias a esta Comunidad que me adoptó pude descubrir mi tendencia a la vagancia, pero sin dejar de ser hogareña - aunque esté mucho tiempo fuera, siempre vuelvo al que considero mi hogar.

Algo ha sido muy curioso: aprender y desarrollar la técnica de empacar una maleta llevando sólo lo necesario. Recuerdo mi primer campa: llevé lo que creí "indispensable", pero al final hubo cosas que no necesitaba y dejé otras que sí ocupaba. Es así que también he llegado a conocerme a mí misma: he observado cómo son mis hábitos de vida, cuáles son sanos y cuáles no; he renunciado a cosas que no resultan importantes y he valorado otras que casi siempre pasan desapercibidas.

Aunque ya tengo algo de práctica, la maleta sigue representando un desafío, más ahora que salgo cinco semanas a un país que no conozco. Pese a los varios viajes, esta vez siento que no sé cómo empacar: hay cosas que quisiera llevar y no podré, como los abrazos matutinos de mamá, las bromas en el desayuno de mi hermano o la agenda que llevamos juntos en el equipo de asesores. Pero estoy siendo dramática, lo sé, porque allá tendré una familia que me adopte, hermanos y hermanas con quiénes jugar y compañeros de milicia con quienes compartir experiencias. Sólo habrá algo que no encontrará sustitutos, y esa situación me llevará a aprender, a confiar y a crecer. 

¡Ya me estoy emocionando!



martes, mayo 28, 2013

Sólo una oración

Desperté. 
Abrí los ojos y miré la tenue luz a través de mi cortina. 
¿Fue un sueño? No, esta vez no lo fue.

Las palabras, las miradas... todo sucedió. 
Esta vez no es mi subconsciente traicionándome,
es mi memoria llevándome a atesorar el día.

Recuerdo. Vuelvo a pasar por el corazón.
Y casi no puedo creerlo.
Vuelvo a los 17, diría Violeta Parra.

Es esa sensación de lo nuevo y casi desconocido.
Pero ¿qué ocurre que los miedos se esfumaron?
¿Se trata de esa paz que desborda la razón?

Se abrió de par en par la ventana
y ahí estamos, mirando por esa ventana.
Yo sólo puedo sonreír.

Y sólo puedo pensar una oración:
que podamos hacer camino al andar,
y mientras lo hacemos, juntos le encontremos a Él.


domingo, mayo 26, 2013

Un poco como Jeremías

Un poco como Jeremías. Sí, así me siento. Luchando casi contigo y conmigo. Levantando mis quejas, mis dolores, mi frustración. Casi haciendo una pataleta y con muchas lágrimas en los ojos. Sí, un poco como Jeremías.

Y así como a él, haces que tu Palabra se haga presente. De manera simple y cotidiana, pero tan determinante que yo sólo puedo quedarme quieta y suspirar profundamente. Te haces oír claramente, señalando la disciplina que necesito recibir. No es regaño, es llamada de atención.

Y sigo suspirando, agarrándome la barriga que duele. Pero ya no intento patalear; sólo quiero acurrucarme en tu regazo, buscando que tu misericordia me cubra. Sólo quiero mirarte y olvidarme de mí misma. Sólo te quiero a ti.


viernes, mayo 17, 2013

¡Todo por mi callar atribulado!


El amor que calla.

   Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres, tan oscuro!


   Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

   Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que el entrar en la muerte!

Gabriela Mistral


jueves, mayo 16, 2013

Cavilando sobre mi identidad

Después de la jornada del día, llego a casa. Saludo a mamá, boto mi morral junto al escritorio, me quito los zapatos y los calcetines. Prendo la computadora, reviso los últimos correos, los respondo (estoy mejorando en eso de responder pronto los mensajes que entran a la bandeja), checo las actualizaciones de las redes sociales, leo algunas cosas... Y siento que debo hacer un alto para ser consciente de lo que estoy haciendo.

A veces, mientras estoy leyendo algunas cosas, siento que debo hacer lo mismo que dice eso que leo, o imitar cierta forma de vida, o cierta manera de pensar; quizá creo que me falta esto o aquello, o que tal vez no soy tan lista como tal o cual persona; más de una vez me descubro a mí misma queriendo ser otra persona que no soy yo. ¿Por qué o para qué?

Creo que hay una necesidad de aceptación que me lleva a intentar ser lo que otras personas quieren que sea. Pero he descubierto que, al final, eso también es negar a Dios en mi vida. Lo es porque tomo como medida la opinión de quienes me rodean (y que al final yo misma me marco) y no lo que Él dice que yo sea. 

Los últimos meses he sido más consciente de ese fenómeno; por eso, me pregunto constantemente ¿quién eres? ¿qué es lo que quieres hacer? ¿qué te define? Y le pregunto a Dios ¿qué quieres que haga? ¿quién quieres que yo sea? Vaya, Él es quien me creó y quien me conoce perfectamente.

Al reconocer más mi identidad en Él, saberme amada siendo yo misma (con la bola de defectos y manías que me cargo), al expresar qué es lo que disfruto y qué es lo que me disgusta sin temor al rechazo, he encontrado libertad y gozo. Él me ama. De hecho, me amó sabiendo mi condición.

Y es así que también he encontrado más libertad al amar a otros. Escucharlos y mirarlos con la libertad de no buscar cómo juzgarles sino más bien cómo puedo servirles en algo. ¡O reconociendo su servicio hacia mi persona!

Al final, anhelo ser su discípula y seguirle fielmente. Mirar sus pies y sus sandalias. Observar sus manos. Escuchar sus palabras. Sonreír y llorar con Él. Para eso me hizo libre: para imitarle y desear que otros le reconozcan como Señor. 

martes, mayo 14, 2013

Me creí muy adulta... ¡y me recordaste que debo ser niña!


Lo que agrada a Dios de mi pequeña alma 
es que ame mi pequeñez y mi pobreza. 
Es la esperanza ciega que tengo en su misericordia.
Canción "Lo que agrada a Dios" de Luis Alfredo Díaz


Ahí estaba yo en nuestro café, bebiendo un frappe, lista para hablar seriamente contigo. Las circunstancias, las emociones y las incertidumbres me hicieron creer que era momento de poner el asunto sobre la mesa. Me creí muy adulta, capaz de hablar contigo como tal y de escucharte de manera formal y obediente.

Y ahí esta yo leyendo la Biblia, como esperando recibir una iluminación especial o una comprensión extraordinaria del pasaje. Hasta empecé a escribir en unas hojillas que arranqué de mi libreta de inglés. Sí, así estaba yo: muy arregladita y preparada, como si fuera una mujer adulta que sabe bien qué hacer.

De repente, ¡paf! Deshiciste mi esquema, desbarataste mi postura, sacudiste mi entendimiento. Apuesto que hasta te reíste de mí. Sí, te imagino sonriendo al mirarme, diciendo ¿por quién me tomas? ¡debes estar bromeando al comportarte así!

Y fue justo el salmo 23 en voz de un extraño. El Señor es mi pastor, nada me faltará. Me ubicaste en aquellos días de noviembre, cuando aprendí que soy una ovejita que cuidas con amor y ternura, que me abrazas y te preocupas por mí. Descubrir esa relación que tenemos ambos me humilló y me conmovió hasta las lágrimas; lágrimas llenas de gratitud por entender que Tú no eres ajeno a mi vida entera y que sólo me toca abandonarme y descansar en Ti.

Llegué a esa café pensando que yo te encontraría. ¡Pero fui Yo quien te encontré antes! ¿Lo ves? ¡Rompiste todo mi plan! ¿Quién encontró a quién en ese café? ¡Por supuesto que fuiste Tú quién me encontró, y lo sigues haciendo día a día!

No tengo que comportarme como una adulta, ¿verdad? Soy libre de ser niña, aquella que encontraste jugando con harapos sucios hace poco más de cuatro años. La misma pequeña que corrió a tus brazos cautivada por el amor, el perdón y la compasión expresada en una Cruz. Esa niña que sigue haciendo preguntas de las cosas que no entiende y que a veces se tropieza, llora, se enfada o patalea por aquello que no tiene o no puede hacer. ¡Me liberaste para ser quién soy: una pequeña vulnerable y dependiente de Ti!

Entonces, dejé de escribir. Dejé de pensar. Simplemente seguí disfrutando el frappe y las galletitas, abandonada en Tu ternura. Renuncié a mi papel de adulta y volví a ser niña.


viernes, mayo 10, 2013

Mamita querida - Cristina Pacheco

Temprano por la mañana Alicia llamó para reportarse enferma. "No tiene nada, pero como es día de la madre, no quiso trabajar", comentó la dueña del restaurante. Luego me advirtió que debería suplir en la caja a mi compañera. El cambio no me disgustó: era mucho más descansado que esperar largos minutos junto a las mesas antes de que las familias se pusieran de acuerdo para darme la orden.
   Debe de haber sido la una y media cuando llegaron. Lo recuerdo bien porque cuando entraron la risa del hombre -fuerte y aguda- me hizo volverme hacia la puerta. Él iba delante, con su hijo. Los seguían su mujer y una niña. Eran idénticas o al menos sus rostros denotaban el mismo sentido de responsabilidad.
   -Sentémonos en esta mesa. Le da el airecito de la calle. Además, como está junto a la caja no tenderemos que esperar horas para que nos traigan la cuenta- la madre se interrumpió al ver que yo la observaba. Me sonrío, cohibida. Pliegues muy gruesos se formaron en el ángulo de sus ojos, en las comisuras de sus labios.
   - Todavía no comemos y mi mamá ya está pensando en pagar- dijo la niña, a la que llamaban Araceli. Su hermano Eduardo rió. Impaciente, la madre alargó la mano y retiró un mechón que ensombrecía la cara de la niña.
   - Te dije que te pusieras un pasador para que no se te caiga el pelo en la frente. ¿No ves que se te calza?- La niña hizo un gesto de contrariedad. Su hermano se apresuró a murmurarle-: "Por tu culpa siempre nos regañan". El hombre, a quien su esposa llamaba Rafa, iba a intervenir, pero guardó silencio ante la aparición del mesero:
   - ¿Algún aperitivo?
El "no" que pronunció la madre quedó sepultado por la respuesta de Rafa:
   - Déjeme ver la carta de vinos nacionales- al sentir la mirada reprobatoria de su esposa, se volvió para explicarle-: caray, madre, es tu día...
   - Cómo no. ¿Una botellita de tinto?- el mesero se alejó. Los niños observaron a su padre como su hubiera realizado una hazaña. Su esposa se inclinó para decirle:
   - Ay Rafa, pero si nunca tomamos. ¿Para qué pediste una botella? Ni nos la vamos a terminar.
   - ¿Entre los cuatro? Me canso de que nos la acabamos.
   - ¿Los niños también van a tomar?
   - Claro que sí. No tiene nada de malo. En Europa los chamacos toman igual que los grandes y eso no quiere decir que vayan a ser borrachos. Además, con este calor, se antoja. 
   - El vino rojo no me gusta; me da dolor de cabeza- afirmó la madre, abanicándose con la servilleta.
   - Una vez mi tío Pepe me dio a probar de su copa y sentí cosquillas en las mandíbulas y la lengua rara- Eduardo se emocionó y estiró los pies bajo la mesa, como para abarcar mejor la antigua sensación.
   - Niño, estáte: me vas a romper las medias.
   - Ay, ma, con este calor no sé cómo las aguantas- dijo Araceli en todo adulto.
   - La niña tiene razón. Además, ya ni se usan...- aseguró Rafa.
   - Ay, tú qué sabes...- en labios de la madre el tono ligero pareció un reproche.
   - Ahora que estuve en Nueva York me fijé y casi ninguna mujer traía... Bueno, no es que nada más ande viendo, pero bueno... - concluyó el marido, buscando alguna complicidad en la mirada de su hijo, que sonrió inquieto.
   - Otras mujeres no las usarán, pero yo sí. Cuando no traigo medias siento como si estuviera desnuda. Sabes que ni siquiera me pongo faldas cortas, aunque estén de moda.
   Rafael se llevó la mano a la cabeza y sonrió de manera tan enigmática que inquietó a su mujer.
   - ¿En qué piensas? 
   - Luego les cuento- dijo el hombre al ver que el mesero servía el vino-; joven, de una vez vamos a ordenar. Mire, primero tráiganos un entremés ranchero, grande. Luego cuatro tampiqueñas. Es la especialidad- explicó a sus hijos.
   - ¿No será mucho, Rafa? Acuérdate que luego estas criaturas dejan toda la comida. ¿Por qué no pedimos tres carnes para los cuatro?- Araceli y Eduardo hicieron tal gesto de disgusto que la madre se retractó enseguida. ¿No quieren? Bueno, pero se la terminan, que conste.
   - No se apure. Si dejan algo se los envolvemos para que se lo lleven- propuso el mesero. La mujer sonrió más tranquila.
   - Oye, pa, ¿qué nos ibas a contar?- Araceli se acodó en la mesa, fascinada por el brillo en los ojos de su padre.
   - Ah, sí. El mero día en que nos íbamos a venir para acá nos tocó ver un desfile precioso. Puras chamacas como de dieciocho, veinte años. y todas igualitas: de la misma estatura, mucho muy bien formadas. ¿Te sirvo más vino?
   - No, espérate a que me termine esta copa. A los niños ya no les des. Me da miedo que vayan a vomitar...
   - Ay, ma, deja que nos cuente. Y las muchachas, ¿cómo iban vestidas? - preguntó Araceli.
   - Todas iguales: de blanco. Con unos trajecitos bien cortos que apenas les tapaban las...
   - Ay Dios Santo ¿Y por qué te acordaste de eso ahora?- preguntó rápidamente la esposa, como si quisiera dar el tema por terminado.
   - Por lo que dijiste, de que no te gusta la falda corta. Es cierto que no a todo el mundo se les ve bien, pero a aquellas chiquitas... ¿Qué pasó? ¿Les gustó el vino?- preguntó el hombre con un entusiasmo que le abrillantaba la piel.
   - Al principio me supo feo, pero ya me gustó- dijo Eduardo.
   - Te sirvo más- Rafael no esperó la respuesta. Mientras vertía el vino continuó su relato-: imagínense lo que era ver a todas aquellas nenas moviéndose al mismo tiempo, dando maromas, haciendo pasos de baile, gritando sus porras bien afinaditas... Una cosa fantástica. Bien profesionales... y conste que eran muy jovencitas- agregó como si las viera alejarse en la distancia.
   - Mi mamá también es joven- dijo Araceli, sin saber por qué.
   - Ah, claro que mi gorda es a todo dar - afirmó Rafa, acariciando el hombro de su esposa. Por cierto que mero delante iba su jefa, la estrella, digamos. Era alta, con un cuerpazo que qué bruta. Traía su gorro de plumas y un vestido brilloso, pegadito, de un color muy especial. ¿Cómo les diré? Pues creo que era azul - concluyó el hombre, como si se quitara el peso de encima. Pero de un azul que nunca he visto.
   - Será como el de mi vestido nuevo- dijo la esposa casi con desesperación. Su marido pareció despertar de un sueño. La observó largamente, en silencio, y al fin dijo:
   - No, tú nunca has tenido un vestido así- todos callaron. La mujer fue doblegándose, envejeciendo paulatinamente. La sentí sufrir. Había en su rostros tanta tristeza, tantos años de privaciones y rutina, que si hubiera tenido valor para hacerlo habría abandonado mi sitio para abrazarla y decirle muy quedito: "Felicidades, mamita querida...".

Tomado de: Pacheco, Cristina (2003). Sopita de fideo. México: Océano. pp. 29-33

viernes, mayo 03, 2013

Rumbeando en el metro

De las cosas que más disfruto de mi ciudad son los viajes en el metro. Sé que algunos dirán que es una locura que afirme que los trayectos en este transporte público pueden ser agradables. Lo entiendo, no siempre es cómodo (los apretones, el calor, los olores, el ruido...), pero se le puede agarrar el gusto. 

Algo que se ha vuelto cotidiano cuando me traslado de mi casa a Zacatenco es escuchar a dos chavos que tocan música africana en algunas estaciones de la línea que utilizo. Algunas veces les he dado unas monedas, pero siempre suspendo mi lectura para escucharlos como señal de respeto al trabajo que realizan; además de la música dan algún tipo de mensaje que nos exhorta a ser conscientes. Ahí es cuando no estoy de acuerdo del todo, sobre todo por la forma en que lo dicen: muy áspera, casi regañando, como diciendo que somos tontos (por no decir otra palabra) y ellos son los que sí saben. En fin, me quedo con la música.

Pero ayer hubo un ligero cambio: en vez de ser dos sólo iba uno, y en lugar de tocar música africana tocó una canción de salsa. Interesante, pero igual fue bueno. La busqué en la red y aquí la comparto. Lindo detalle de Dios para iniciar la jornada de trabajo.